Hace algunas semanas,
intenté hablar de una cosa y me dejé llevar por otra. A ver si hoy atino más.
Lo retomo en las dos primeras líneas del otro post.
Si además tienes la
oportunidad de poder verlos constantemente mucho mejor, porque tanto lo malo
como lo bueno que hay en ellos se irá evidenciando y se te grabará en la retina
para los restos. Sobre todo lo bueno. Si no acaba gustándote, ese cuadro
perderá interés, acabará contra la pared o como fondo que enriquezca uno nuevo.
Yo tengo esa oportunidad. En
el taller y en mi casa. Miro los míos y los de otros. Repito esa acción cientos
de veces. Primero conscientemente, luego distraídamente, como que ya no los veo,
pero los sigo mirando. Y según qué cuadros, lo hago a distintas horas del día,
desde diferente posición y distancia.
Es en esos momentos distraídos,
cuando la mirada ya se ha habituado y forman parte del paisaje diario, cuando
algunos no dejan de sorprender, porque aun en su posición de elemento cotidiano
siguen dando sorpresas, siguen obligándome a fijar la vista en ellos, a repetir
la mirada.
Me ocurre con otros que ese “repetir la mirada” siempre se centra
en un detalle del cuadro, en el mismo, la atención se focaliza y ya no ves otra
cosa por más veces que vuelvas. Entonces me da por pensar que es ahí donde está
la pintura, que ese es “el sitio de la
pintura” al que siempre querré volver
Siento, ahora sí, que me da
igual el resto del cuadro y que todo lo aprendido, por poco que sea, está ahí.
Es lo que me ocurre con estos detalles.
Si quieres verlos en pantalla grande, haz clic sobre ellos.
Las dos imágenes son de la misma obra. Pertenece a la colección Cuadros para una casa de té, nº9. 2003. Óleo sobre lienzo. 73x73 cm. Este cuadro heredó el número de uno anterior, sobre el que fue pintado el actual.
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