Tate Modern Art. Londres, 2012 |
Lo bueno que tiene estar rodeado de cuadros, sean propios o ajenos, es que siempre hay algo que mirar y en ocasiones algo de lo que disfrutar.
¿Os ha ocurrido alguna vez que una persona os esté hablando y haces como que escuchas pero toda tu atención está volcada en la pantalla del televisor? ¿Os ha pasado que, aunque estés atento a lo que te dicen, de vez en cuando tus ojos se desvían casi inconscientemente a algo que llama fuertemente tu atención o de lo que no quieres perder detalle? A veces nos ocurre hasta con cosas irrelevantes que nos atrapan sin remedio.
Pues a mí me ocurre eso con la tele. Prefiero quitarla para hablar. Porque de verla tan poco, el día que me encuentro una pantalla por delante me quedo hipnotizado como una gallina mirando la raya de tiza en el suelo.
Hoy lo cuento aquí. Tengo la misma fea costumbre cuando estoy en compañía y hay un cuadro cerca. No lo puedo evitar. Tengo una oreja aquí y un ojo allá. Si el cuadro está detrás de la persona, malo, porque en lugar de mirarla a ella estoy mirando por encima de sus hombros y esto no queda nada bonito.
Así que, por lo general, prefiero mirar pintura solo. Si estoy acompañado, tendrán que perdonarme el defecto o, por el contrario, potenciármelo alimentándome el vicio.
Mirando arte me vuelvo huraño, salvo que la compañía muestre igual interés o me proporcione sabrosos datos que superen mi deseo de soledad. Aun así, uno tampoco es un monstruo, no muestro desagrado en tales ocasiones, dedico el tiempo a los otros y vuelvo otro día. En su defecto, “nos vemos más tarde en la cafetería de al lado”
¿Qué ocurre entonces?
Paseo por las salas del museo o de la exposición, ajeno al bullicio de la misma si es muy frecuentada, ignoro el tiempo que paso dentro, en silencio, me paro ante algo, subjetivamente bueno o no, me siento si se tercia, o paso de largo ante lo que es de obligada parada. Acerco la mirada, me alejo, siento el deseo irrefrenable de tocar, avanzo unos centímetros tras la cuerda que me impide pasar, respiro hondo, suspiro o bostezo, se me eriza la piel o me quedo en encefalograma plano. Danzo sin rumbo. A ratos aparece algo de música, unas frases, otros cuadros. Si me da para más, una vez finalizado el recorrido, vuelvo sobre mis pasos a repasar algunas obras.
¡Todo lo que se me pasa por la cabeza! Me distraigo, me cuelgo de un detalle. Pienso sin un discurso elaborado, lleno de palabras sueltas que más bien tienen que ver con sentir, con percibir, con “ser” delante de las criaturas.
Y esto camina independiente de una objetiva y pública calidad de la obra, de un destacado/a autor/a o de una exposición estrella. Si sintonizo, basta. Tiene que ver conmigo, con mis preguntas, con mi yo respecto a lo que tengo delante, con lo que no acierto a explicarme de esta relación que ni entiendo ni de la que me siento un entendido.
Pausa.
En realidad yo no iba a hablar de esto, sino del gustazo de mirar desde otra perspectiva distinta a la expuesta, de poder volver a repetir la mirada. He equivocado el post, me he dejado llevar y ahora no sé enganchar. Tendré que volver sobre el tema elegido otro día y eso, como se dice, ya será otra historia.
Art Forum Berlin 2010 |
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